Tenía ayer una propuesta tentadora. Atrayente por la compañía y por lo atípica. La segunda de este verano. Había convocatoria para correr a la luz de la luna por la tapia de El Pardo a eso de las 23:ooh. ¿Buen anzuelo, verdad? Pero el madrugón que me había pegado para regresar de fin de semana hizo que al final no llegara a buen puerto (Antonio, la próxima no fallaré). Me achiqué ante el envite, que le vamos a hacer. Uno no es tan de hierro como se piensa... Tirado en la cama, muerto por 2 horas de trote pedricero y rematado por el bochorno que había anoche, veía a través de la ventana el 53 que brillaba en el cielo. El calor difuminaba el contorno de la luna pero no le restaba ni un ápice de embrujo. La misma luna que vela mi descanso, también alumbra los caminos, inspira tequieros, trae recuerdos y adelanta partos. La misma luna llena que escoje cuando se corre el ironman de Hawaii. Mágica, sin duda.
Serían las once pasadas y me imaginaba a mi anfitrión haciendo la luna al estilo de los maletillas que se cuelan en las fincas de ganado salvaje a pegar unos capotazos. El aire entraba caliente, movía las cortinas, cruzaba la habitación y salía por la puerta hacia el pasillo. No refrescaba. Di unas cuantas vueltas en la cama. Anoche no corrí ni tampoco me puse a dormir temprano. "Ahora estaría echando los higadillos a menos de 4'/km", recuerdo como mi último pensamiento antes de dormir. Y ya había pasado la media noche.
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