Sábado tarde. El sol se despide poco a poco. En medio del prado donde normalmente solo hay vacas han montado un escenario enorme que en medio de
Gredos parece diminuto. La gente vamos llegando en un goteo
continuo. Los autobuses que vienen de las zonas de
parking vomitan gente sonriente y con ganas de pasarlo bien. Ambiente de fiesta.
Huele a lomo a la plancha y
panceta cuando te acercas a los chiringuitos. Litros de cervezas y
calimocho pasan de mano en mano. Hoy los montañeros con mochilas,
crampones y
piolets han dejado hueco a una mezcla extraña de juerguistas y
melómanos. En poco tiempo
Bob Dylan subirá al escenario y, como siempre que actúa, lo que va a hacer es un misterio. Como no tenemos entradas nos vamos al pinar enfrente del escenario. Lejos para ver pero perfecto para
oir. Arranca el espectáculo. Desde donde estamos se intuye un tío de negro y una orquesta de
kaki. Los prismáticos confirman que es
Bob Dylan. Cuando empieza a cantar ya no hay duda. Su voz es inconfundible. De perfil a la gente y tocando un teclado van pasando las canciones. Poco conocidas. Inmutable. Como si abajo no hubiera nadie -y somos más de 10.000 personas. Concierto, en mi opinión, solo para eruditos del maestro. Propio de un genio que se puede permitir hacerlo. Para los que solo lo escuchamos de vez en cuando nos deja un poco tibios. Los incondicionales vibraron. Y casi 2 horas.
Cuarenta minutos de cambio de escenario y llega
Amaral.
Totalmente distinto, gente de pies y a saltar y vibrar con los de Zaragoza. Más de una
horita tarareando casi todas las canciones. El escenario se llenó con un Gato Negro y un Dragón Rojo. El entorno
increíble, los actores también y los amigos... como siempre: unos golfos.